El cambio en las prioridades
es el mayor exponente de que se ha alcanzado la madurez. El confort estático es
el peor enemigo de los sueños y el verbo «tener» el cáncer al que estamos
expuestos todos los adultos. El instante se vuelve efímero cuando
queremos preservarlo a conciencia en una cúpula de cristal, pero los momentos
que realmente nunca olvidaremos fueron gotas del torrente de un grifo abierto
que se perdieron por los desagües enfangados. El control, la razón y la
estabilidad son marcas de fuego irreversibles que, grabadas en la piel, han
quemado la pasión. Enjauladas perecen las caricias que emprendían nuestros
dedos sobre la espalda blanca que nunca volveremos a rozar.
Todos y cada uno de los
seres humanos necesitamos de otros para nacer. Que nuestra vida se desarrolle es
competencia de personas ajenas al propio individuo. Nuestros padres quedan
obligados, tanto por naturaleza como por imperativo legal, a velar por nuestra
supervivencia desde el momento en el que respiramos la primera bocanada de
aire.
Todos y cada uno de los
seres humanos entienden y defienden esta idea sin excepciones,
independientemente de su raza y religión. Todas las culturas establecen la
adoración por el recién nacido y, cómo no, por los primeros años de vida de
cualquier ser humano, etapa que, dadas las circunstancias sociales actuales, se
extiende hasta edades muy avanzadas, al menos en el mundo occidental que
conocemos. Los niños son dioses, literalmente, en demasiados hogares y los
padres actúan no solo como sus guías y protectores sino, a veces, como sus
esclavos, como mercenarios capaces de los actos más mezquinos con tal de
preservar el bienestar de su cría.
Educar se está convirtiendo
en ceder ante la voluntad de los que aún tienen mucho que aprender antes de
saber decidir, en sacrificar años de vitalidad y madurez para satisfacer las
necesidades de quienes no tienen otra opción que depender de sus progenitores.
Pero ¿qué sucede cuando las necesidades se invierten, cuando la dependencia
aparece en la otra parte implicada?
Las residencias de ancianos
nunca deberían haberse creado, ¿acaso alguien concibe un centro similar de
neonatos? La dependencia se invierte con los años y la protección, los
cuidados, el amparo y el cariño que nos brindan nuestros padres en la infancia
deben ser devueltos en su senectud. Por naturaleza y, si hiciera falta, por
imperativo legal. Nadie puede abandonar a un recién nacido sin ser castigado.
¿Por qué se permite e incluso se facilita el abandono de los mayores? ¿Por qué
se le pregunta a un niño qué quiere para comer si no se le pregunta al abuelo
si desea esperar a la muerte en una cárcel rodeada de extraños? Quizá haya
residencias dotadas de las mayores comodidades y en la mejor de las
condiciones, pero no son las que están al alcance del pueblo, no son las que subvencionan
los gobiernos.
Todos y cada uno de los seres humanos deberían ser conscientes de su doble
circunstancia ante la supervivencia: dependen de otros que, a su vez,
dependerán de ellos. La vida solo se garantiza si se cumple ese intercambio. La
creencia de que los padres solo existen para dar y no para recibir es el
postulado más egoísta y menos inteligente que ha establecido el ser humano en
la historia de su existencia.
En realidad, pensar
eso y practicarlo deshumaniza a la especie.
(Por favor, si vas a citar alguna frase de este texto, menciona a su autora, o sea, a mí. ¡Gracias!)
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