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La conjuración de Catilina



Salustio, Conjuración de Catilina, 36, 4 – 37 (Traducción de Bartolomé Segura Ramos, ed. Gredos).
“En aquella ocasión más que en otra alguna me pareció a mí el imperio del pueblo romano extraordinariamente miserable. Porque, siendo así que todo el mundo de Oriente a Occidente, dominado por sus armas, le obedecía y abundaban en casa la paz y las riquezas, que los mortales consideran lo primero, hubo ciudadanos, con todo, que se lanzaron obstinadamente a destruir el Estado y a sí mismos. Pues en respuesta a los dos decretos del senado ni un solo hombre entre tanta gente había denunciado la conjura inducido por la recompensa, ni entre todos los del campamento de Catilina había desertado nadie: tanta fuerza tenía la enfermedad, una peste por así llamarla, que se había apoderado de la mayor parte de la ciudadanía. Y no solo estaban enajenados aquéllos que eran cómplices de la conjuración, sino que en general la plebe toda por el ansia de revolución secundaba los planes de Catilina. Hasta aquí no hacía sino obrar como suele. Pues en una sociedad los que no tienen bienes ningunos miran siempre con malos ojos a los bien situados, ensalzan a los canallas, detestan la tradición, anhelan lo novedoso, por odio a cómo van sus cosas se inclinan por cambiarlo todo, se alimentan sin cuidado de perturbaciones y revueltas, puesto que la pobreza se conserva fácilmente, ya que nada se pierde. Pero la plebe urbana, ésta sí que andaba de cabeza por muchas causas. En primer término, quienes en cada lugar se señalaban por su infamia u oprobio, así como otros que habían perdido sus patrimonios en la abyección, en fin, todos a los que había expulsado de su patria una canallada o un crimen, éstos habían confluido en Roma como en una cloaca. Luego, muchos que recordaban la victoria de Sila, como veían que, de soldados rasos, unos eran senadores, y otros tan ricos que vivían sus años alimentándose y tratándose a cuerpo de rey, cada cual esperaba que, en caso de ponerse en pie de guerra, la victoria le depararía cosas semejantes. Todavía, los jóvenes que habían capeado su miseria en los campos con el trabajo de sus manos, espoleados por la generosidad de particulares y del Estado, habían preferido el ocio de la ciudad al trabajo ingrato. Estos y todos los demás vivían en la calamidad pública. Por lo cual no hay que extrañarse de que hombres sin oficio ni beneficio, de malos hábitos y enormes pretensiones, no se hubiesen preocupado por la cosa pública más que por sí mismos. Además, aquéllos cuyos padres habían sido proscritos por la victoria de Sila, arrebatado los bienes o disminuido los derechos civiles, esperaban con ánimo no muy diferente el resultado de la guerra. Además, cuantos eran de otro partido distinto al del senado preferían que hubiera follón en la nación a perder ellos su influencia. Un mal que después de muchos años había retornado a la ciudad.”


En este texto, Salustio reflexiona sobre las causas de la crisis interna sufrida por Roma en el s. I a. C. (último siglo del periodo de la República), concretamente, sobre los sucesos acaecidos en el año 63. Cuando Cicerón era cónsul, un senador llamado Lucio Sergio Catilina inició una conjura para hacerse con el poder. Para ello, se apoyó en tres grupos sociales: nobles, caballeros y populares, todos ellos ciudadanos descontentos, como veremos en la explicación de Salustio, por un motivo bien distinto. El senado, que tenía pruebas de las intenciones de Catilina, promulgó los decretos a los que se refiere Salustio en su texto. En ellos se otorgaba un poder casi absoluto a los cónsules y se mandaba fortificar la curia y distribuir a los guardias, así como se ofrecía una recompensa a quien proporcionara información sobre la conjura. Entre los planes de Catilina estaba el asesinato de Cicerón, el cual fue evitado gracias al aviso del senador Quinto Turio. La conjuración fue atajada y cinco de los conspiradores fueron capturados. Catón pidió para ellos la pena de muerte y esta se ejecutó pese a la defensa de Julio César, quien era simpatizante de Catilina. Este, por su parte, permaneció huido hasta que cayó en combate frente al ejército de Antonio. 

Estos hechos acontecieron en una época de conflictos sociales provocados por el aumento de las diferencias entre clases. La decadencia sufrida por Roma no se debía a motivos externos sino que, como dice Salustio, era el propio pueblo romano el que parecía querer destruir Roma desde dentro. En su texto, Salustio denuncia la quiebra de los valores tradicionales y se lamenta de que la moral romana se haya visto vencida por la inertia (la desidia), el otium (la ociosidad) y el luxus (el lujo). Llega a afirmar que el pueblo romano está enfermo y enajenado porque solo se ocupa del provecho individual.
Roma acababa de atravesar una época tranquila y esplendorosa en la que la diferencia entre clases se había acentuado enormemente. La clase privilegiada (los denominados optimates) estaba conformada por los nobles (senadores y propietarios de las tierras) y por los caballeros (quienes contralaban la actividad comercial). La plebe (los denominados populares) la conformaba el proletariado urbano y rural y era cada vez más pobre. Por la desmesurada diferencia entre optimates y populares se iniciaron una serie de revueltas sociales en las que la plebe reclamaba, entre otras medidas, un reparto más justo de la tierra.  Este fue el contexto que Catilina aprovechó para ganarse el apoyo tanto de populares como de algunos optimates descontentos. Aunque Salustio era simpatizante de los populares, no aprobaba la conjura, más bien al contrario, esta le provocaba rechazo. En el texto expone que la conspiración estaba motivada por intereses personales e impulsada por hombres que “no se hubiesen preocupado por la cosa pública más que por sí mismos”. Salustio determina que “la plebe por el ansia de revolución secundaba los planes de Catilina” y que los populares apoyaban esta conjura por un anhelo de lo novedoso, por el afán de querer cambiarlo todo (ya que no tenían nada que perder, “puesto que la pobreza se conserva fácilmente”) o por la falsa creencia de que la guerra les beneficiaría, como les había ocurrido a los soldados tras la victoria de Sila años antes. En cuanto a los optimates, Salustio justifica su adhesión a la conjura de Catilina por preferir “que hubiera follón en la nación a perder ellos su influencia”. Cada grupo social, basándose en sus intereses personales, creía ver en la conspiración la solución a sus problemas. Salustio, en cambio, veía en ella un perjuicio general para toda Roma.

Las reflexiones de Salustio sobre la situación de crisis en la Roma del s. I a. C. presentan un paralelismo con las declaraciones que, a lo largo de toda la historia, han ido emitiendo distintos intelectuales de cada época ante crisis similares. Podemos afirmar que en pleno s. XXI se vive una crisis similar de valores, una época en la que solo se busca el beneficio individual y en la que las clases sociales están más distanciadas que nunca, desequilibrio que se patentiza en el hecho de que el 45% de la riqueza mundial esté en manos del 1% de la población (según datos del Global Wealth Report de Crédit Suisse)[1].
Seguramente, nadie mejor que Ortega y Gasset ha descrito una situación de crisis y, aunque sus textos se refieren a lo acontecido a finales del s. XIX y principios del XX, podemos leer sus palabras aplicándolas tanto la situación actual como a la época de decadencia a la que se refiere Salustio. Tres ideas principales son las que unen a estos dos autores tan lejanos en el tiempo. En primer lugar, tanto Salustio como Ortega y Gasset observan con desconfianza los procesos revolucionarios. Para el autor romano, lo que mueve a los partidarios de la revolución es, como se ha dicho anteriormente, el rechazo de la tradición y el anhelo de lo novedoso. Su creencia es que los revolucionarios pretenden cambiarlo todo “por odio a cómo van sus cosas”, es decir, que lo que les mueve es el interés personal. La opinión de Ortega Gasset es que las revoluciones son vanidosas e hipócritamente generosas. Como se puede comprobar, la coincidencia entre los pensamientos de estos autores a este respecto es máxima.
Por otra parte, Salustio señala que la causa de la crisis que vive Roma en el s. I a. C. se debe a que, tras una época pasada de paz y riquezas, nació un nuevo tipo de ciudadano que prefería el ocio y el lujo antes que el trabajo, un romano que lo único que quiere es vivir “a cuerpo de rey”. Para este perfil de hombre Ortega y Gasset inventó el calificativo de “señorito satisfecho”, al que definió como un individuo egoísta que cree que la vida es fácil y que pretende imponer su opinión sin miramientos. El autor madrileño se refería a un tipo de hombre nacido de la civilización del s. XIX, que se encuentra con derechos y avances técnicos pero ignora sus obligaciones. Podemos identificar este tipo de individuo con la clase de los nobles en la época de Salustio, quienes nacían con todo tipo de facilidades y beneficios pero con escasas obligaciones.
Por último, otro aspecto al que dedican sendas palabras estos autores es al papel de los jóvenes en la sociedad. “Si es falso que el joven no debe hacer otra cosa que prepararse a ser viejo, tampoco es parvo error eludir por completo esta cautela” o “La juventud de ahora, tan gloriosa, corre el riesgo de arribar a una madurez inepta” podrían ser fragmentos de textos de Salustio. Pero no. Pertenecen a La rebelión de las masas, en la que Ortega y Gasset vuelve a coincidir con el autor romano en su crítica contra los jóvenes de su época. Para Salustio, el defecto de la juventud consistía en la preferencia de esta por el ocio y su consecuente rechazo por el trabajo.

Esta breve comparación entre las palabras de Salustio y las de Ortega y Gasset tiene como propósito documentar la existencia de crisis sociales similares a lo largo de la historia. De las palabras de ambos autores se desprende que, tras una época esplendorosa, el ser humano olvida el esfuerzo que empleó en obtener la paz y la abundancia pasadas y se abandona a la vida cómoda. Parece ser un proceso cíclico porque, como afirmaba en párrafos anteriores, en estos primeros años del s. XXI vivimos una situación similar. Los sacrificios de generaciones pasadas durante el franquismo y la transición a la democracia quedan muy lejanos e incluso desconocidos para la juventud actual. Los derechos y avances tecnológicos de los que disfrutamos en la actualidad no han existido siempre, pero no sabemos valorar que un día alguien tuvo que luchar y esforzarse por lograrlos. Ahora los exigimos y si las circunstancias nos son desfavorables, creemos que podemos arrasar con todo, algo que en la actualidad resulta, para algunos mandatarios, tan fácil como apretar un botón o dar una orden. Aunque la conjura de Catilina quedó atajada, el pueblo romano ya estaba enfermo de todos estos males, que provocaron la llegada de gobiernos totalitarios al poder. Es desesperanzador que, después de tantos siglos, no hayamos sido capaces de quedarnos solo con lo bueno de los romanos.

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