Hasta el
s. XVIII la literatura es básicamente ficción, sin que haya inconveniente por integrar acciones ocurridas, siempre que sean verosímiles. La relación entre
literatura y ficción se hace problemática en la actualidad. Para Genette existe
la ficción condicional (historias que
son verdad para unos pero que a otros solo interesan como ficción: el mito). Lo
que importa es la intención del autor, pues si alguien escribe un hecho que
para él es ficción pero ese hecho ha ocurrido sin que él lo sepa, el autor ha
escrito poesía, no historia.
También
es importante la perspectiva del lector. A este respecto dice Manzoni que un
lector que no conozca los hechos puede leer una novela histórica como si esta
fuera invención poética. Así, lo histórico y lo poético resultan incompatibles,
llegando a la conclusión de que la novela histórica es imposible. Para Todorov,
nada impide que una historia que relata un acontecimiento real sea percibida
como literaria, no hay que cambiar nada sino simplemente leerla como
literatura.
Para
Searle, literatura es la actitud que adoptamos frente a un texto, por lo tanto,
son los lectores quienes deciden si una obra es o no literatura y es el autor
quien decide si tal obra es o no ficción. Por lo tanto, ni lo ficticio ni lo
histórico son en sí literarios.
Barthes,
por su parte, afirma que tanto historia como literatura son imaginarias y que
sus conmutadores (el paso de lo contado al hecho de contarlo) son comunes. El
discurso histórico es una elaboración imaginaria. Resulta paradójico, por tanto,
que la narración se convierta en signo y prueba de la realidad. Así, la novela
histórica reproduciría hechos construidos imaginariamente en el discurso que
llamamos historia.
La
crítica deconstructivista demostró que el lenguaje no es un medio transparente
que nos permita un acceso inmediato y una reproducción veraz de una realidad
externa. Son las representaciones que hacemos de la realidad la única realidad
de la que efectivamente disponemos. La relación existente entre el pasado y sus
huellas es puramente textual. Por lo tanto, a lo único que puede aspirar un
historiador es al efecto de realidad, al efecto de verdad, es decir, a una
narración lo más objetiva posible que, aun siendo imaginaria, sea capaz de
crear la impresión de realismo. Es imposible conocer nada objetivamente, pues
la objetividad es en sí misma un constructo histórico y cultural. El pasado
construido como Historia es resultado de un proceso continuo de interpretación
por parte del historiador. Estas ideas de Foucault son un ataque directo al
empirismo y al positivismo. Habla también de la violencia de la representación,
es decir, consignar al silencio ciertas áreas de experiencia, condenándolas a
no existir (la historia sería mejor definida como la tensión entre sucesos que
han sido contados y sucesos que podrían haber sido contados). Otra denuncia de
Foucault contra la historia tradicional es su pretensión de progreso, que no es
sino apariencia de enmascarar una u otra clase de sometimiento.
El
poder social decide en cada época qué es la norma y cuáles son las
desviaciones, estableciendo los límites entre lo verdadero y lo falso.
Lenguaje, ideología y poder se encuentran unidos en la escritura de la
historia.
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